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Umbral Never Exposed

  • 15 jul
  • 2 Min. de lectura

La noche en Never Exposed no es solo una noche: es un pulso, un latido que resuena en el pecho que transforma cada jueves en un santuario de arte y música, donde el crepúsculo pinta el cielo de un naranja difuso. Al cruzar la puerta, el lugar me envuelve. Las paredes, salpicadas de lienzos y esculturas, sostienen la colección semanal, “Ecos de Vidrio”. Gafas que no son solo accesorios: monturas angulares, cristales que cambian con la luz, como si cada par guardara un sueño tallado por el tiempo.


El sonido guía como un oráculo. Beats electrónicos se mezclan con ecos de jazz, una corriente que arrastra. Y ahí, recortada contra una lámpara de neón, está Ana von Krüger, que abraza la piel caraqueña. Nuestros dedos rozan el mismo par de gafas, cristales opacos que esconden secretos. “Tú primero,” dice, y su voz corta el aire como un relámpago suave.


Nos deslizamos a una esquina, dos tragos en la mesa. Primero, un “Chispa Urbana”: un ardor que despierta la lengua. Luego, un “Neón Lento”, azul, frío, como beber un recuerdo ajeno. Hablamos sin rumbo. Sus palabras flotan, abstractas, mientras señala un lienzo que sangra verdes y violetas, como si palpitara. Me cuenta de Caracas, de grietas en el concreto que guardan historias. Sus ojos, más vivos que los reflejos de la colección, atrapan los míos.


No hay promesas de amor, pero el espacio entre nosotros vibra. Un hilo invisible se tensa con cada risa, cada roce accidental de su mano. El tiempo se disuelve en Never Exposed; las luces parpadean como si conspiraran. Intercambiamos números, una promesa frágil de volver cuando la próxima colección caiga.


Salgo al aire tibio de Caracas, con la mirada de Ana tatuada en algún rincón de mi alma. Never Exposed no vende lentes, vende instantes. Y Ana, ella es uno que no suelto.


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